El capitalismo, más que tener un origen religioso –protestante y, especialmente, calvinista, según el sociólogo Max Weber–, es una religión, como sostenía Walter Benjamin, basada en la fe ciega en un único Dios, el dinero. Y como toda religión tiene sus mitos. Uno de los más arraigados es que en su seno todo el mundo puede triunfar y hacerse rico si se lo propone y trabaja duro. Por tanto, la pobreza se asimila a la vagancia.
Benjamin decía que el capitalismo es una religión puramente de culto, pero «es quizás el primer caso de un culto que no es expiatorio sino culpabilizador». Genera y universaliza «una terrible conciencia de culpa/deuda (el filósofo marxista emplea el término ‘Schuld’, que en alemán significa a la vez culpa y deuda) que no sabe liberarse» y que nos conduce a una situación de desesperación, en la que somos presos de las «preocupaciones», «una enfermedad del espíritu que es propia de la época capitalista» y que «nacen por el miedo de que no haya salida», es decir, futuro.
En la sociedad capitalista tener futuro es tener dinero. Quien no lo tiene lo pide prestado, se endeuda (se culpabiliza). Así, el pobre lo es por su culpa. Y lo peor es que no tiene posibilidad alguna de expiar su culpa y de que se le perdone su deuda. Quien fracasa solo a sí mismo puede responsabilizar de su fracaso.
Y como toda religión, el capitalismo también tiene su Iglesia: la banca, que, como explica el filósofo Giorgio Agamben, manipula y gestiona la fe y la confianza de la gente, estableciendo el crédito del que cada uno puede gozar y el precio que debe pagar por él. Sin embargo, el crédito llama al crédito; cuanto más se tiene, más se obtiene. Es lo que se llama el ‘efecto Mateo’, concepto acuñado en 1968 por el sociólogo Robert K. Merton. Se denomina así porque se inspira en este versículo del Evangelio de San Mateo (13,12): «Al que tiene, se le dará más y tendrá en abundancia; y al que no tiene, aun aquello que tiene se le quitará». Merton lo aplica al campo de la ciencia, concluyendo que los científicos ya célebres obtienen cada vez más ayudas y reconocimiento que los que aún no han triunfado. En consecuencia, los primeros cada vez sobresalen más y se van distanciando de los segundos. En definitiva, el éxito abre las puertas de más éxitos.
El uso de este efecto se ha extendido a otros ámbitos y se puede referir tanto a bienes materiales, como el dinero, como inmateriales, como la popularidad o el prestigio. En economía se puede simplificar en la sentencia: «El rico se hace más rico y el pobre se hace más pobre». Las estadísticas lo confirman: las 2.158 personas más ricas de la Tierra ganaron más dinero que nunca en 2017 y aumentaron su fortuna un 19%, hasta 7,8 millones de euros, según un informe del banco suizo UBS. Y según otro banco, Crédit Suisse, a mediados de 2018, el 9,5% de la población mundial poseía el 84,1% de la riqueza del planeta.
De resultas, el ‘efecto Mateo’ perpetúa la desigualdad, desmintiendo el mito de que en las sociedades capitalistas todos gozamos de las mismas oportunidades. Para mantener vivo este mito, el capitalismo ha creado su propio santoral con esos hombres hechos a sí mismos, como el gallego Amancio Ortega, que un año más encabeza la lista Forbes de los más pudientes de España, seguido de su hija Sandra. Mas Amancio es la excepción y Sandra la regla. Es mentira que vivamos en una meritocracia. La clave el éxito está más en los padrinos y patrocinadores que en el talento y el esfuerzo, más en la cuna que el mérito.
(Publicado en el diario HOY el 4 de noviembre de 2018)