Los independentistas catalanes, antes muertos que sencillos, han tumbado a Pedro Sánchez del pedestal al que lo auparon hace apenas ocho meses y se han tirado al monte. PDeCAT y ERC, juntos pero no revueltos, antes que pájaro en mano prefieren ciento volando y el miércoles sumaron su voto en el Congreso al de sus archienemigos PP y Ciudadanos para devolver los Presupuestos del Gobierno socialista a los toriles y precipitar así el adelanto de las elecciones al 28 de abril. Tomaron tan drástica decisión justo un día después del inicio del juicio a los doce del ‘procés’, en el que Vox es parte acusadora.
Quizás ante el temor de que los secesionistas, como dejó patente Junqueras en su mitinera declaración del jueves ante el tribunal, y Vox, al que el juez Marchena ya ha tenido que parar los pies, convirtieran la vista en el Supremo en un altavoz electoralista, Sánchez ha optado por no alargar más la agonía de su efímero mandato y convocar las generales cuanto antes, sin hacerlas coincidir con las municipales, autonómicas y europeas del 26 de mayo, como preferían los populares pero no los barones socialistas, que temían que la caída de su jefe les arrastrara consigo.
Consigo, no obstante, nadie las tiene todas, pues los sondeos no auguran una victoria clara de ningún partido el 28-A, aunque apuntan como bastante probable que la derecha «trifálica», como la ha llamado la ministra Delgado, roce la mayoría absoluta y repita en La Moncloa su pacto en San Telmo. Mas también es bastante probable que Sánchez pueda ser reelegido con los mismos apoyos con los que ganó la moción de censura contra Rajoy, incluido el de los separatistas catalanes.
En cualquiera de los dos escenarios parece que los independentistas saldrían perdiendo, o, al menos, en el segundo no ganarían más de lo que ya tenían. Sin embargo, no hay que buscar una razón racional a la decisión del soberanismo catalán, porque está tomada con las tripas, que es lo que ahora da votos, como bien saben los tres tenores de la derecha.
El irracionalismo ha invadido la política. Se politiquea a martillazos. Independentistas y derechas son las dos caras de la misma moneda nacionalpopulista. Ambos bloques se parecen tanto, en realidad, que se repelen. Ambos se envuelven en la bandera y anteponen la voluntad de poder a la voluntad general. Ambos en vez de por el progreso apuestan por la regresión a un pasado fantástico, sumiendo a la sociedad en un eterno retorno, en un permanente conflicto. Ambos comparten la misma estrategia agonista del divide y vencerás y la crispación, pues se retroalimentan. Ambos agitan fantasmas pretéritos, sea la Guerra Civil o Franco. Ambos se arrogan la representación legítima de todo un pueblo, aunque no sea mayoritaria. Ambos plantean el 28-A como un plebiscito sobre Cataluña. Y ambos están acaudillados por una santísima trinidad: tres personas y un único dios útil, la Nación. Cada santísima trinidad la forman un bueno, un feo y un malo. Los buenos de ambos frentes son Junqueras y Rivera, que van de dialogantes, posibilistas y más demócratas que ninguno, pero que en el fondo son tan esencialistas como los malos, Puigdemont y Abascal. Al menos estos últimos van de frente, no esconden o camuflan sus intenciones verdaderas, como sí hacen los feos, Torra y Casado, los más peligrosos, por ser los más camaleónicos, taimados y tahúres. Lo peor es que en el duelo cara al sol entre estos dos pares de trillizos políticos la mayoría estamos en el medio y acabaremos tiroteados.
(Publicado en el diario HOY el 17 de febrero de 2019)