Hoy, con las elecciones autonómicas, municipales y europeas, concluye un largo y oneroso ciclo electoral que empezó el pasado 2 de diciembre con las andaluzas y continuó con las generales el 28 de abril. El tablero político patrio ha dado un vuelco insospechado hace apenas un año, cuando Mariano Rajoy se las prometía felices tras lograr sacar adelante los Presupuestos. Pero entonces a Pedro Sánchez le cayó del cielo la sentencia de la Gürtel, el garrote que necesitaba para tumbar al presidente popular.
El líder del PSOE es el indiscutible vencedor de una contienda que arrancó aquellos fatídicos idus de octubre de 2016, cuando sus coroneles dieron un golpe de mano y lo defenestraron. Sánchez perdió esa batalla, pero acabó ganando la guerra de las dos rosas, recuperando la corona socialista en olor de multitudes y, contra todo pronóstico, sentándose en el trono de hierro monclovita. Trono en el que las urnas lo han afianzado y desde el que puede contemplar ufano cómo quien ansiaba sobrepasarle por la izquierda ahora le ruega ser su muleta y quienes ambicionaban destronarle desde la derecha ahora se pelean por ser su sombra.
Para Sánchez ahora debería ser momento de gobernar, de pasar de las promesas a los cumplimientos, de las palabras a los hechos. Porque no es verdad que el viento se lleve las palabras tan fácilmente. Y menos en estos tiempos de la sociedad de la información, en los que no hay dicho que no quede registrado. Como advierte Luis Landero en su última y excelente novela, ‘Lluvia fina’, «puede ocurrir que ciertos ecos de los dichos sigan como en letargo durante muchos años», al cabo de los cuales regresan «revestidos con extraños ropajes, al son de músicas exóticas, con trazas nunca vistas, y es que traen noticias, grandes y asombrosas noticias, de un pasado que acaso no existió jamás. Y siempre, siempre, los relatos o las palabras que vuelven de los oscuros ámbitos de la memoria llegan en son de guerra, cargados de agravios, y ansiosos de reivindicación y de discordia».
Los políticos son consumados expertos en ese uso torticero y belicista de las palabras. Las usan como el trilero sus cubiletes o el arquero sus flechas: para embaucar a los incautos o para asaetear a los enemigos. Porque, según Carl Schmitt, insisto, el concepto de lo político se basa en identificar al enemigo y combatirlo hasta destruirlo. Esta concepción de la política, revitalizada por los nacionalpopulismos, ha convertido a los partidos en organizaciones paramilitares. Ya en plena Primera Guerra Mundial, el politólogo alemán Robert Michels definía «el partido moderno» como «una organización de lucha política» que «como tal debe adaptarse a las leyes de la táctica» y «necesita una estructura jerárquica», porque «lo único que puede asegurar la transmisión rápida y la ejecución precisa de las órdenes no es otra cosa que cierto grado de cesarismo».
Así se da la paradoja de que en los partidos, como decía Michels, «la democracia no es para el consumo interno, sino un artículo de exportación». Por ende, la razón de ser de los partidos es el conflicto, estar en campaña perpetua, lo mismo que la guerra (o la amenaza de guerra) lo es para los ejércitos. Ello dificulta la búsqueda de consensos aun entre fuerzas próximas ideológicamente, más allá de pactos coyunturales y tacticistas cuyo mero fin es conquistar, mantener o repartir el poder. Mas, como decía el recientemente fallecido Eduard Punset, «hasta las bacterias funcionan por consenso, o no funcionan».
(Publicado en el diario HOY el 26 de mayo de 2019)