Verónica sufrió una denigrante violación de su intimidad que la empujó al suicidio. Los culpables son aquellos compañeros que difundieron, visionaron y, entre risas y miradas lúbricas y cómplices, compartieron de móvil a móvil el vídeo sexual en el que aparecía, y aquellos faunos que se pasearon por delante de su puesto de trabajo para hostigarla y refocilarse en un espectáculo obsceno y humillante. Todos ellos, y sobre todo los últimos, se comportaron como una manada similar a la que violó en grupo a una joven de 18 años en los sanfermines de 2016.
Este luctuoso suceso es un reflejo más de la sociedad de la transparencia en la que vivimos, esa que para Byung-Chul Han es «un infierno de lo igual». La transparencia, ‘a priori’, es una virtud pública; su ejercicio sirve al ciudadano para controlar el poder y prevenir sus abusos y corruptelas. Pero, como decía Paracelso, la dosis diferencia un veneno de un remedio, y la transparencia, administrada en grandes dosis, degenera en un vicio público. Sufrimos una sobredosis de transparencia por culpa de Internet, que ha erosionado el ámbito de lo privado hasta reducirlo a su mínima expresión.
Las redes sociales, Whatsapp y Google se han convertido en escaparates donde estamos sobreexpuestos de forma obscena en cuerpo y alma, y, para más inri, de forma voluntaria. Son un gran panóptico, el centro penitenciario imaginado por el pensador utilitarista inglés Jeremy Bentham en el siglo XVIII donde el vigilante puede observar ocultamente a todos los prisioneros. Pero son un panóptico digital donde todos somos a la vez vigilantes y vigilados, exhibicionistas y voyeristas, y donde no se valora el ser sino el (a)parecer, ni existe ninguna comunidad sino acumulaciones de egos incapaces de una acción común, de un nosotros porque desaparece la confianza entre las personas. Y es así como el exceso de transparencia se convierte en el perfecto sistema para controlar no al poder sino a todos.
Como dice Byung-Chul Han, «la economía capitalista lo somete todo a la coacción de la exposición». El filósofo surcoreano advierte que la sociedad expuesta es una sociedad pornográfica, pues el exceso de exposición hace de todo una mercancía desnuda, sin secreto, entregada a la devoración inmediata.
Arrancado el velo sagrado de la discreción, en la sociedad de la transparencia Eros agoniza en la picota de la pornografía. Eros entendido no como amor sexual, sino como empatía, como capacidad de ponerse en el lugar del otro y de identificarse con él y compartir sus sentimientos. La pornográfica sociedad de la transparencia es una sociedad líquida y narcisista, en la que el otro importa en tanto proyección de uno mismo, en tanto objeto de consumo rápido que satisfaga sin demora nuestros apetitos e instintos básicos. Las redes sociales estimulan ese narcisismo e invaden hasta tal punto nuestra privacidad que convierten nuestra vida íntima en carnaza para las jaurías que campan a sus anchas por ellas.
En la sociedad de la transparencia triunfan, por tanto, los sinvergüenzas, los ‘tronistas’ que airean sin pudor sus miserias humanas y se prostituyen en cuerpo y alma para conquistar el trono de la fama que no cuesta nada, la que se gana por la cara bonita. En cambio, apenas sobreviven quienes como Verónica reivindican su derecho al olvido y su derecho al honor, la intimidad y la propia imagen y se resisten a ser una mercancía expuesta a la mirada morbosa de depredadores y carroñeros.
(Publicado en el diario HOY el 2 de junio de 2019)