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La hoguera de las vanidades

Los papeles de Luis ‘el cabrón’ avivaron las candelas de la noche del pasado sábado, hogueras de las vanidades a las que más de un indignado ciudadano hubiera arrojado de buena gana los sobres que, presuntamente, el extesorero popular repartía en Génova, los viajes, fiestas infantiles y artículos de Vuitton con los que fue agasajada la malsana ministra de Sanidad por don Vito y ‘el Bigotes’, los fondos de reptiles que las familias políticas reciben de las instituciones, e, incluso, a más de un presidente, secretaria general de partido y gente de ‘buen vivir’ con las manos pringosas y que “nunca se ha saltado una norma”, pero sí muchas delgadas líneas rojas.
En esta España mía, esta España nuestra la cosa está que arde, a punto de ebullición, calentita para que surja un nuevo Girolamo Savonarola, puritano y fanático monje dominico, organizador en la Florencia del siglo XV de las hogueras de las vanidades, donde los florentinos arrojaban sus objetos de lujo y cosméticos, además de libros y obras de artes que consideraba licenciosos. Predicó contra el lujo, el lucro, la depravación de los poderosos y la corrupción de la Iglesia Católica, la búsqueda de la gloria y la sodomía. Hoy habría encabezado todas las querellas del sindicato ultra Manos Limpias. Sus furibundas críticas a los Médici, acusándoles de corruptos, incitaron a los florentinos a expulsar al gobernador Piero de Médici en 1495. Entonces Savonarola comienza a gobernar Florencia, instaurando una ‘República Democrática’ no muy disímil al Irán de los ayatolás o al Afganistán de los talibanes.
Ay, Mariano, ándete con ojo, a ver si tú y los tuyos vais a acabar como los Médici. La plebe ya no está indignada, esta muy cabreada. La culpa es de vuestra vanidad, que os hace creeros intocables. El asceta cristiano Evagrio Póntico advertía que la vanidad “corrompía todo lo que tocaba”. Y, por desgracia, es el pecado capital más extendido entre la ‘casta’ política. Como explica Max Weber en ‘La política como profesión (vocación)’ (1919), el político trabaja en la obtención de poder. Su pecado comienza cuando este afán de poder deja de ser objetivo y se convierte en objeto de pura embriaguez personal en lugar de quedar exclusivamente al servicio de la causa; es decir, se convierte en vanidad, necesidad de ponerse a sí mismo en primer plano todo lo posible. El demagogo, advierte Weber, está forzado a calcular el efecto que produce; por esto, constantemente, corre el peligro tanto de transformarse en un comediante como de tomar a la ligera la responsabilidad por las consecuencias de sus actos y tener en cuenta tan sólo la impresión que causa.
Por tanto, los políticos vanidosos son aquellos que practican una política de gestos de cara a la galería, que se jactan de romper cristales, que plantan arrogantes sus pies en la mesa al más puro estilo ‘cowboy’, que apelan a los ‘collons’ para dirimir conflictos, que mienten sin ruborizarse, que matan al mensajero, que se creen el Rey Sol redivivo. A este tipo de políticos es hora de que les digamos lo que Diógenes el cínico a Alejandro Magno cuando el rey macedonio se acercó al filósofo y le preguntó si podía hacer algo por él: “Sí, tan solo que te apartes porque me tapas el sol”.

(Publicado en el diario HOY el 3/2/2013)

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