En estas navideñas fechas la compasión aflora más que nunca. Yo no estoy libre de ese pecado, aunque me compadezco tanto de los pobres de solemnidad como de los pobres en espíritu. Por pobres en espíritu no entiendo lo mismo que los exégetas de los Evangelios. Para mí son quienes carecen de alma porque ha tiempo que la vendieron al diablo. Son como Charles Foster Kane, el magnate de la prensa protagonista de la película ‘Ciudadano Kane’, la ‘opera prima’ y maestra del genial Orson Welles. Son muertos en vida que ni sienten ni padecen (o eso parecen o quieren hacer parecer). Son ególatras, ensoberbecidos por el poder que han ido atesorando, que acaban en la cúspide solos, o lo que es lo mismo, rodeados de una corte de aduladores que les tienen más temor que respeto. Como ellos se vendieron, creen que todos y todo se pueden comprar, hasta el amor y la honestidad. Mas esas virtudes humanas dejan de serlo cuando se les pone precio.
Por eso, los amigos honestos que osan contradecirles y las amantes despechadas acaban alejándose de ellos. Eso le ocurre a Kane. Termina echando a su mejor amigo, Leland, cuando escribe una crítica feroz sobre el debut de su segunda mujer, Susan Alexander, como ‘cantante’ de ópera. El megalómano de Kane cree que puede hacer de su esposa una soprano a golpe de talonario, pese a su falta de talento musical. Kane da la razón a su amigo publicando la crítica, sin cambiar una coma, en el periódico que dirige y del que es dueño y señor, el ‘Inquirer’, pero después lo despide. Kane admite su error pero no admite que nadie se lo diga. El periodista despedido deja claro a Kane que su honestidad no está en venta cuando le devuelve el jugoso cheque de la indemnización, hecho pedazos, junto con una copia de la declaración de principios que el magnate publicó en primera plana, a modo de editorial, cuando se hizo con las riendas del diario, principios que no tardó en traicionar no permitiendo que la realidad estropeara un bonito titular. Kane, indignado, rompe la copia de la declaración enviada por su otrora amigo. Asimismo, termina siendo abandonado por sus dos esposas. A la primera, sobrina del presidente de Estados Unidos, la utiliza de trampolín en su frustrada carrera política. La segunda, Susan, le deja tras intentar suicidarse y reprocharle su egoísmo y falta de sentimientos. A pesar de todo, tanto Leland como Susan no pueden evitar sentir pena por él.
Kane muere solo y la última palabra que pronuncia antes de expirar es «rosebud». No desvelaré qué es, por si aún no han visto la película, pero yo veo «rosebud» como el símbolo de la infantil ingenuidad perdida, del niño que llevamos dentro. Kane mató a ese niño interior para ser camello y luego león. Al hacerlo, mató su espíritu, se volvió un cínico y un descreído, dejó de tener fe en los demás, dejó de creer que nada es imposible.
Todo lo contrario que Mandela, como reflejaba su infantil sonrisa. Su mejor amigo, Walter Sisulu, decía de Madiba que tenía tendencia a confiar demasiado en la gente, a creerse a la primera sus buenas intenciones. Pero, como cuenta John Carlin en ‘El factor humano’, la debilidad de Mandela era su mayor virtud: «Triunfó porque prefirió ver el bien en personas a las que el 99% de la gente habría considerado imposibles de redimir (…) y supo sacar la bondad que yace en el fondo de todas las personas».
Todas las Navidades renace el niño que llevamos dentro. Dejénlo crecer más allá del 6 de enero o lo lamentarán toda la vida, como Kane.
(Publicado en el diario HOY el 29/12/2013)