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El dilema siberiano

Venezuela y Ucrania, como Egipto y otros países árabes, se encuentran ante “el dilema siberiano”, expresión de los militares rusos que popularizó Martin Cruz Smith en el ‘bestseller’ ‘Gorky Park’. El dilema siberiano es la elección entre dos formas de morir congelado. Si se rompe el hielo y te caes al agua helada, morirás si no te sacan en cuatro minutos, pero si te sacan morirás igualmente en dos minutos a causa del aire helado. En definitiva, el dilema siberiano es elegir entre Guatemala y Guatepeor. Y en esas se encuentran venezolanos, ucranianos y egipcios, o lo que es lo mismo, entre la espada y la pared.

Los venezolanos solo pueden elegir entre el chavismo y una fragmentada oposición a sueldo de los viejos oligarcas corruptos. Dos formas de autoritarismo y de cleptocracia, al fin y al cabo, maquilladas de demócratas, aunque por democracia entiendan cosas bien distintas.

Por su parte, los ucranianos se debaten entre un gobierno hijo de Putin y una también variopinta y dividida oposición a la que sólo une su aparente europeísmo y, como en Venezuela, un odio visceral al oficialismo.

En el caso de Egipto, la ciudadanía ha sido abocada a elegir entre la teocracia de los Hermanos Musulmanes y un nuevo salvapatria, el mariscal El Sisi, una versión actualizada con facha democrática del caudillo Mubarak.

En el mismo dilema siberiano también se hallan esos inmigrantes forzados a elegir entre morirse de hambre en su casa o jugarse la vida por llegar al supuesto paraíso europeo, donde, si al final llegan, probablemente pasen igual o más hambre.

No muy distinto es el dilema al que hemos sido empujados los españoles. Aunque hay otras alternativas, nos han comido la cabeza de que solo hay dos útiles, que, en realidad, son dos derechas, una disfrazada de rojo y la otra de azul, dos formas de caciquismo que han creado una baja nobleza política, pobre de cuna y lecturas y rica en sinecuras, sin oficio pero con beneficio. De esa clase es la sultana andalusí y el rival que le ha elegido a dedazo el padrino de la Moncloa. Y tal es el beneficio de algunos de estos hidalgos, como el senador Granados, que les ha abierto las puertas del paraíso suizo. Porque los suizos, como los españoles, no son racistas, son clasistas. No tienen en cuenta el color de la piel, sino el del dinero. Con este visado, el moro se convierte en árabe, el negro en bwana, el sudaca en amigo americano, el chino en oriental, el rumano en europeo… El dinero no conoce fronteras ni concertinas ni pelotas de goma, siempre es bienvenido, con indiferencia de su origen.

Hay un término rioplantense que retrata bien a esos especímenes que viven del cuento e invaden nuestra política y nuestra burocracia, pero también nuestra economía, nuestros medios de comunicación y hasta nuestro fútbol: “falluto”. Según la definición de Mario Benedetti, “el falluto no es sólo el hipócrita. Es más y menos que eso. Es el tipo que falla en su suministro y en la recepción de la confianza, el individuo en quien no se puede confiar, ni creer, porque –casi sin proponérselo, por simple matiz de carácter– dice una cosa y hace otra, adula aunque carezca de móvil inmediato, miente aunque no sea necesario, aparenta –solo por deporte– algo que no es”.

(Publicado en el diario HOY el 23/2/2014)

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