Podemos ha andado decidiendo cómo organizarse para asaltar los cielos. No se conforma con ser la revelación de las elecciones europeas y meter el miedo en el cuerpo a «los partidos de la casta»; quiere ganarle la final olímpica a Estados Unidos. Dos eran las propuestas enfrentadas. La primera, abanderada por tres de sus cinco eurodiputados (Pablo Echenique, Teresa Rodríguez y Lola Sánchez), apuesta por un juego de equipo, una capitanía colegiada, repartida entre tres portavoces, y un ‘staff ’ técnico (el Consejo Ciudadano, máximo órgano entre congresos) con parte de sus integrantes elegidos por sorteo para asegurar la pluralidad interna. La segunda, promovida por su líder mediático, Pablo Iglesias, y su eminencia gris, Juan Carlos Monedero, aboga por que todo el equipo trabaje de forma disciplinada para un único capitán y estrella.
La primera propuesta resulta más fiel al espíritu asambleario con el que nació Podemos y más coherente con su reivindicación de una democracia más real y participativa. Hay que predicar con el ejemplo. El mundo se cambia con acciones que prefiguren el mundo que queremos. El fin no justifica los medios, sino que los medios justifican el fin. Hay que guardar las formas, porque la forma condiciona los contenidos. Y la propuesta de Iglesias dotaría a Podemos de una jerarquía que la haría más gobernable, pues agilizaría la toma de decisiones, pero la encarrilaría por las vías que han llevado a los partidos de la casta a los abusos de poder y corruptelas.
Las diferencias en el seno de Podemos evocan a las que había entre comunistas consejistas y leninistas. Los consejistas estaban inspirados por Rosa de Luxemburgo y su defensa de la «acción espontánea» de los trabajadores frente al dirigismo de las cúpulas y burocracias partidarias. Rechazan el «comunismo de partido» leninista y apuestan por la autoorganización del proletariado en soviets o consejos obreros (su equivalente en Podemos serían los círculos). En estos consejos, los trabajadores de cada fábrica o barrio elegían a sus delegados en instancias superiores de coordinación, siendo revocables en cualquier momento. Tales consejos fueron creados por las masas proletarias en los albores de la Revolución Rusa, pero acabaron siendo centralizados por Lenin y sus bolcheviques. Según Lenin, la clase obrera debía contar con un destacamento de vanguardia que dirigiera su lucha, el Partido Comunista, con unos objetivos que sólo podrían alcanzarse a través de una forma de organización disciplinada conocida por un oxímoron: centralismo democrático.
Tampoco resulta muy democrático decir, como ha dicho Iglesias parafraseando a Marx, que «el cielo no se toma por consenso; se toma por asalto» y que los promotores de la propuesta perdedora deberán echarse a un lado. El consenso es la base de la democracia. Cuando la mayoría tiraniza a la minoría degenera en demagogia. La oposición y la crítica interna son controles del poder, que, si no se embrida, se desboca. La forma de prevenir o mitigar los efectos perversos del poder es repartiéndolo lo máximo posible y sometiéndolo a una perpetua libertad vigilada. Además, desconfío de los que no dudan, de los talibanes que no admiten más verdad que la suya. La duda razonable protege contra la intolerancia y el error. Y siempre habrá más probabilidades de que se equivoque uno que tres. Por ello, me sumo a la propuesta de Albert Camus: «Si existiera un partido de los que no están seguros de tener razón, yo estaría en él».
(Publicado en el diario HOY el 26/10/2014)