Año electoral, año de carnaval. Nuestros candidatos a ser elegidos para la gloria ya han sacado a pasear su mejor persona (máscara del actor teatral en latín) en busca del votante cautivo y desarmado. Ninguno es lo que parece, pero ¿quién lo es? Es más, ¿quién sabe lo que es? La persona oculta el alma y algunos la ocultan tanto que olvidan que la tienen. Y otros se sobreidentifican tanto con la persona que la confunden con el alma. Están, además, los que confunden su persona con todas las personas, es decir, con la gente, la sociedad, el pueblo, la nación, el mundo, el universo; llámenlo como quieran. También los hay que se creen hipóstasis de la Santísima Trinidad y, más concretamente, la encarnación del Verbo divino o Dios hecho hombre, o sea, el Hijo de Dios. Esos son los más peligrosos.
En nuestro patio patrio hay de todo. Ahí tienen a ese impopular popular disfrazado de Ricardo III, de sonrisa de hiena y mirada distraída, que ha comenzado a llamar a sus puertas recordándoles lo mucho que le deben. Su oscuro mensaje es claro: sin sus mentiras, la verdad es que este país estaría y estará peor. No se fíen, ese está dispuesto a entregar su reino por un caballo.
Tampoco esperen mucho de aquel apuesto galán que posa a su izquierda, sí, el Ken de sonrisa profidén e inmaculada y planchada camisa que baila la yenka. En él ya no creen ni los suyos. Por muchos golpes que dé en la mesa, por muchas cerraduras que cambie su autoridad pende de la Barbie sultana que cuelga de su brazo, ella es la que, en realidad, manda. Lo suyo es una relación de dominación que tiene los días contados, hasta que esta ‘dominatrix’ disfrazada de mamá grande decida que ha llegado el momento de darle un patada en el culo y presidir los funerales de ese rey con planta de Grey y 50 sombras acechándole que, como cantó su tocayo, Pedro Calderón de la Barca, «sueña que es rey y vive / con este engaño mandando, / disponiendo y gobernando; / y este aplauso, que recibe / prestado, en el viento escribe, / y en cenizas le convierte / la muerte, ¡desdicha fuerte!».
A la siniestra de este desdichado verán a un tipo con coleta que esconde su bermeja y dura cara tras una careta de Groucho Marx y se fuma un puro habano subido al carro de la indignación mientras vende un champú anticasta. Le escoltan dos lampiños: uno con aspecto de calculín y otro de comisario político. Este último, por más que lo intenta, no puede disimular bajo su inmaculada túnica farisaica un abultado monedero repleto de bolívares, al menos treinta. Tras ellos, una hierática Evita, porta una bandeja de plata con la cabeza del Bautista, la voz que clama en el desierto, el precursor del Cristo, el enviado delante de él que anunció: «A él conviene crecer; a mí, ser disminuido». El tipo de la coleta, que tiene el evocador nombre de un santo ateo y el verbo de Joaquín Costa, es considerado el Cristo, el mesías, la gran esperanza roja por muchos desesperados. Cuidado, acaso no sea más que otro Simón el Mago, del que cuenta el texto cristiano apócrifo de los ‘Hechos de Pedro’, que, cuando exhibía sus poderes mágicos en Roma, volando ante el emperador Nerón en el foro para probar su condición divina, los apóstoles Pedro y Pablo rogaron a Dios que detuviese su vuelo: Simón paró en seco y cayó a tierra, donde fue apedreado.
(Publicado en el diario HOY el 15/2/2015)