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Principio de incertidumbre

La vida, de puro líquida, que diría el sociólogo Zygmunt Bauman, fallecido recientemente, se nos escurre entre las manos. Con todo, insistimos en aferrarnos a ella y, paradójicamente, estamos dispuestos a jugárnosla para mantenerla. Es el caso de la miríada de inmigrantes que intentan entrar en nuestro viejo y achacoso continente. Asumen todo tipo de riesgos, como el invernal frío, porque les va la vida en ello, ya que los peligros de los que huyen son mortales de necesidad: la guerra, el hambre y la miseria. Se lanzan a una odisea llena de incertidumbres escapando de la certidumbre de la muerte. La repentina disolución de su sólido mundo ha convertido sus vidas en un torrente sin freno. No saben qué les espera, pero no puede ser peor de lo que dejan atrás. Les impulsa una desesperada esperanza.

Por más diques que construyamos, no lograremos frenar este torrente, que acabará inundando nuestro sólido castillo, levantado sobre una ciénaga. Como explica Bauman en su obra magna, ‘Modernidad líquida’, los líquidos a diferencia de los sólidos, no conservan fácilmente su forma. Para los fluidos lo que cuenta es el flujo del tiempo más que el espacio que puedan ocupar, que sólo llenan «por un momento». Además, se desplazan con facilidad y, al contrario que los sólidos, no es posible detenerlos fácilmente; sortean algunos obstáculos, disuelven otros o se filtran a través de ellos. «Emergen incólumes de sus encuentros con los sólidos, en tanto que estos últimos, si es que siguen siendo sólidos tras el encuentro, sufren un cambio: se humedecen o empapan».

El miedo a mojarnos, a que los cimientos de nuestra confortable esclavitud se vengan abajo, a, en definitiva, perder nuestra identidad ha reavivado los nacionalismos y populismos. Estos tratan de hacer frente a la riada de la modernidad apelando a lo que el sociólogo alemán Ulrich Beck llama «instituciones zombis», que están «muertas y todavía vivas», como el Estado-nación, la familia y la clase. Mas estas se están disolviendo como un azucarillo en el magma de la globalización capitalista.

Esta y la consiguiente crisis han sacudido nuestras certezas. Bajo la cúpula de cristal del Estado de bienestar, nuestra vida era predecible. Ahora que dicha cúpula se resquebraja, el mañana no existe. Vivimos en una sociedad del conocimiento que ha aumentado nuestras incertidumbres. En la era de la posverdad, la verdad es un mutante con poderes sobrehumanos y aspiraciones de trascendencia pero la finitud de todo humano: nace, crece, envejece y muere. Saber es dudar, la duda aumenta la incertidumbre y esta genera ansiedad y, por ende, infelicidad. «La felicidad está en la ignorancia de la verdad», decía el poeta italiano Giacomo Leopardi. Y en la fe, que no es sino ignorancia disfrazada de verdad absoluta.

Hay estudios que determinan que los que creen en Dios son más felices que los agnósticos y ateos. La fe del creyente se sustenta en sólidas certezas aunque indemostrables. Sin embargo, como afirma Stephen Hawking, contradiciendo a Albert Einstein, «Dios no sólo juega a los dados, a veces también echa los dados donde no pueden ser vistos». En fin, nuestro universo se rige por el principio de incertidumbre. Tenía razón Marisol, la vida es un tómbola, aunque no siempre de luz ni de color.

(Publicado en el diario HOY el 15 de enero de 2017)

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