«Somos cómplices de lo que nos deja indiferentes», advierte el profesor George Steiner. Cuando una mayoría de ciudadanos sigue dando su voto a un partido pringado de tinta de papel moneda hasta las cejas, con una creciente legión de prebostes con las palmas untadas; cuando esa mayoría tolera, normaliza o hasta participa, en la medida de sus posibles y posibilidades, de la impudicia de sus elegidos, estamos ante una sociedad enferma. Sí, de un cáncer letal para la democracia: la corrupción.
España adolece de ese cáncer desde antes de que las gaviotas se posaran en la Moncloa. En los días de rosas y capullos ya metastatizó. Aquella España que despegó en AVE hace 25 años emborrachó de poder y llenó los bolsillos si no a todos los hombres del presidente, al menos a algunos que creíamos buenos. Uno fue el exdirector de la Guardia Civil Luis Roldán, la cara, o caradura, más grotesca de la España del pelotazo. Este pájaro bobo desplumado por un pájaro de cuenta es interpretado con maestría por Carlos Santos en la película ‘El hombre de las mil caras’. Es reveladora la escena en la que Roldán alega: «Yo no soy un criminal. Yo solo hice lo que todo el mundo hacía». Y su ejemplo cundió, porque cuando les llegó el turno de ocupar la poltrona a los que ondeaban la bandera azul de la regeneración, siguieron haciendo lo que todo el mundo hacía pero multiplicado por cinco.
Luego nos cayó encima una crisis torrencial que arrambló con nuestro castillo de ladrillo y toda esa agua sucia sumergida en las cloacas del poder empezó a aflorar. La última en salir a la luz le llega hasta el cuello al expresidente madrileño Ignacio González, un aprendiz de Fouché que medró a la alargada sombra de Esperanza Aguirre. Otro más que le ha salido rana a la condesa de Bornos, a quien, por más que se haga la rubia como su enemiga íntima Cristina Cifuentes, se le agotan los argumentos para justificar lo injustificable: que no se enteraba de lo que hacía su mano derecha ni su izquierda.
Todo esto es combustible para el ‘tramabús’ de Podemos, quien se ha sacado de la manga un nuevo significante vacío, ‘trama’, para reemplazar al desgastado ‘casta’ y ponerlo al servicio de su estrategia agonista, la que salió ganadora de la mano de Pablo Iglesias de Vistalegre 2. Como explica el politólogo Manuel Arias Maldonado en ‘La democracia sentimental’, para los partidarios del agonismo la política solo puede basarse en el ‘agón’, «el enfrentamiento belicoso entre ideologías dispares, intereses contrapuestos o concepciones incompatibles del bien»; entre «ellos», los que integran la trama corrupta, y «nosotros», el pueblo. Los agonistas agitan las pasiones políticas, alimentan el conflicto y rechazan el consenso liberal por considerar que adormece y reprime dichas pasiones y consagra injusticias. De ahí que Podemos reniegue de lo que llama ‘el régimen del 78’ consensuado por un franquista converso y un comunista posibilista. Los agonistas se proponen superar la democracia liberal mediante la creación, siguiendo a Gramsci, de una nueva hegemonía, de resultas de la victoria de una de las ideologías en liza.
Pero, como se pregunta Arias, ¿de verdad es mejor el conflicto que el consenso, sean cuales sean las condiciones democráticas en que este se haya forjado? ¿Y si se imponen las pasiones políticas más destructivas o sociofóbicas (como en EE UU o Reino Unido y puede ocurrir en Francia)? ¿Y si el conflicto lo ganan los malos?
(Publicado en el diario HOY el 23 de abril de 2017)