Mientras unos se empecinan en desconectarse de España y la realidad, otros clamamos por conectarnos a ambas. Mientras unos viajan en primera clase y prefieren ir mejor solos que mal acompañados, otros renqueamos en tercera, creemos que la unión hace la fuerza y aspiramos a alcanzar un tren de vida digno. Mientras unos ondean la bandera de la propiedad, otros levantamos la de la solidaridad. Mientras unos suplican protección y reconocimiento a Bruselas, otros rogamos a Madrid que nos tenga en cuenta y en las cuentas. Mientras unos se lamentan de comer altramuces, otros, a los que dan la espalda, nos conformamos con las cáscaras que tiran.
Una vez más es cuestión de perspectiva. Las cosas no se perciben de la misma manera desde la riqueza que desde la pobreza. Cataluña, mal que les pese a algunos, integra la España llena pero nunca satisfecha. Por eso, sus reivindicaciones son más políticas (ser reconocida como nación, independencia…) que económicas (aunque las hay, pero como justificación de las primeras), más divinas que humanas. Extremadura, en cambio, pertenece, aunque le importe a pocos, a esa España abandonada y resignada a su suerte que tan bien retrata Sergio del Molino en su ensayo ‘La España vacía. Viaje por un país que nunca fue’ y de la que es reflejo nuestra decimonónica red ferroviaria. Por eso, sus peticiones son más materiales, tan profanas como un ferrocarril rápido.
El politólogo Ronald Inglehart afirma que, a medida que un país se desarrolla, cambian las orientaciones de los valores de los individuos: se interesarán menos por la provisión de bienes y recursos inmediatos (empleos, dinero, coches…) y más por cuestiones relacionadas con el estilo de vida (medio ambiente, justicia social, paz y derechos humanos…). Inglehart denomina «materialistas» al primer conjunto de valores y «posmaterialistas» al segundo, por lo que ve en el posmaterialismo un síntoma de modernización económica. También concluye que en las democracias industriales más avanzadas hay una mayor propensión del ciudadano a participar en actividades políticas no convencionales (boicots, manifestaciones, huelgas ilegales u okupaciones). A la luz de esta teoría, se puede comprender por qué los catalanes se movilizan más que los extremeños para reclamar aquello a lo que creen tener derecho.
Ambos coincidimos en considerarnos víctimas de un agravio. Ambos nos sentimos diferentes, pero no entendemos la diferencia de forma similar. El extremeño reniega de ella; se siente ninguneado, un patito feo, y desea que se le trate igual que a cualquiera. El catalán, por el contrario, ha hecho de la diferencia motivo de orgullo; se siente especial, un cisne, y no quiere que se le trate como a un cualquiera.
Pero quien no llora, no mama y, como explica el jurista Javier Pérez Royo, el gran hecho diferencial, sin el cual no se entiende lo que ha pasado y pasa en Cataluña, es que «el nacionalismo catalán ha sabido dotarse de plataformas de movilización ciudadana sin parangón en cualquier país de Europa y posiblemente en cualquier otro país del mundo». Es decir, ha sabido hacerse oír.
Sin embargo, han tenido que pasar dos décadas de promesas incumplidas para que los extremeños nos hartáramos y, por fin, nos plantáramos en la Villa y Corte y levantáramos la voz para exigir algo quizá tan prosaico para un catalán como necesario para nosotros: ¡un tren digno ya!
(Publicado en el diario HOY el 19 de noviembre de 2017)