En julio de 1995, el ejército serbobosnio tomó a sangre y fuego Srebrenica y asesinó a casi 8.000 hombres y niños musulmanes. Aquella fue la mayor masacre de la historia de Europa desde la II Guerra Mundial. Al mando estaba el general Ratko Mladic, ‘el carnicero de los Balcanes’, que actuaba bajo las órdenes del poeta y psiquiatra Radovan Karadzic, presidente de la República Srpska. Por ese genocidio y otros crímenes contra la humanidad, ambos han sido condenados por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY). Karadzic fue sentenciado a 40 años de prisión en marzo de 2016 y Mladic a cadena perpetua el pasado miércoles.
Según Slavenka Drakulic, existe la tentación de llamar «monstruos» a los criminales de guerra como Karadzic, Mladic y el expresidente yugolsavo Milosevic, quien murió en su celda en 2006 antes de escuchar el veredicto del TPIY, «porque es la forma más fácil de no tener presente la terrible idea de que también nosotros seríamos capaces de cometer u ordenar atrocidades». Sin embargo, la escritora croata subraya que todos los seres humanos tenemos la capacidad de hacer tanto el bien como el mal. Ahora bien, también la de elegir. Los ambiciosos Karadzic y Milosevic escogieron el poder. El carismático, brutal y arrogante Mladic, su nación. Y por una cosa u otra estuvieron dispuestos a adentrarse en el corazón de las tinieblas y a abrazar el horror.
Drakulic retrata a estos y otros malhechores balcánicos, conocidos y anónimos, en ‘No matarían ni una mosca’, que trazó basándose en sus testimonios y los de víctimas en los juicios celebrados en La Haya. Sigue así las huellas de Hanna Arendt, que estudió el comportamiento del oficial de la SS Adolf Eichmann, responsable de la ‘solución final’, durante el proceso que se siguió contra él en Israel en 1961, estudio que plasmó en el libro ‘Eichmann en Jerusalén’. De hecho, el título del ensayo de Drakulic alude a un texto de Arendt recogido en sus ‘Ensayos de compresión, 1930-1954’: «Cuando su trabajo lo lleva a asesinar a alguien no se considera un asesino ya que no lo ha hecho por inclinación personal, sino a título profesional. Por pura pasión, él no mataría ni una mosca».
Para la filósofa judía de origen alemán y exiliada en EE UU, el jerarca nazi no era un monstruo ni un psicópata antisemita, sino un hombre normal, un diligente y arribista burócrata al servicio de un régimen criminal que cumplió con lo que creía su deber, sin preocuparse por las consecuencias de sus abyectos actos. A partir de este análisis, Arendt acuñó la polémica expresión «la banalidad del mal» para manifestar que este, por acción u omisión, puede ser obra de gente común que, por ambición, miedo o coacción, renuncia a pensar para abandonarse a la corriente de su tiempo.
En definitiva, nadie está libre del mal. Cuando el Savonarola de turno enciende la hoguera de las vanidades, cuando las banderas se tienden cara al sol, cuando la emoción nubla la razón, cuando el ruido y la furia toman la calle, puede aflorar lo peor de la condición humana. Ese pavoroso descubrimiento es válido para entender lo que ocurrió en los Balcanes, como muestra Drakulic, o en el País Vasco, como refleja Fernando Aramburu en ‘Patria’, y como aviso para temerarios navegantes ‘estelados’ y salvapatrias de baratillo. Y frente a los que exhortan a tomar partido por unos u otros, Drakulic advierte: «El acorralamiento de las voces conciliadoras es un siniestro signo de que los problemas están a punto de agravarse».
(Publicado el 26 de noviembre de 2017)