Un mal muy extendido es el creernos más listos que nadie y de lo que somos. Es lo que se conoce como el efecto o el síndrome de Dunning-Kruger. Por el contrario, los que saben de verdad suelen subestimarse y piensan que lo que es fácil para ellos también lo es para otros. El tal efecto debe su nombre a los psicólogos David Dunning y Justin Kruger, que concluyeron en un estudio publicado en 1999 que: «La sobrevaloración del incompetente nace de la mala interpretación de la capacidad de uno mismo. La infravaloración del competente nace de la mala interpretación de la capacidad de los demás».
Lo primero es un síntoma claro de estupidez y de su hermana bastarda, la arrogancia. Si los sabios más sabios como Sócrates solo saben que no saben nada, «los necios más necios de todos son aquellos que creen que lo saben todo y nunca cometen errores», como diagnostica el publicista italiano Giancarlo Livraghi en su ensayo ‘El poder de la estupidez’.
Solo podemos librarnos de la necedad a través de la duda, de cuestionárnoslo todo. Así lo entiende el escritor checo Milan Kundera, para quien «la estupidez nace de tener una respuesta para todo; la sabiduría de tener una pregunta para todo». El estúpido es un egotista enamorado de su voz. Por ello, para Livraghi, los antídotos más eficaces contra la estupidez son el escuchar y la curiosidad insaciable. «Yo no tengo ningún talento especial. Solo soy un curioso empedernido», decía Albert Einstein.
Sin embargo, Internet y las redes sociales han matado la curiosidad y han alimentado a su hijastra, el chismorreo, propagando el síndrome Dunning-Kruger. En el mundo virtual, la mayoría de la información es manipulada por artificieros que desconocen la materia y que tampoco se molestan en confirmar sus fuentes con el esmero debido, amén de que nuestro filtro o pereza mental nos hace percibir y asumir solo lo que encaja bien con nuestras creencias. De resultas, como advierte Livraghi, cuando las ignorancias de varias personas encajan unas con otras, la cantidad y la calidad de la información intercambiada tienden a cero o llegan a ser negativas, con lo cual reafirman falacias, prejuicios, tópicos y errores.
Esto explica en parte los triunfos de Trump y el ‘brexit’ o el auge de nacional-populismos como el catalán. Trump y Puigdemont son ejemplos de libro del síndrome Dunning-Kruger, que, no obstante, está muy difundido entre los políticos, sin distinción. Lo peor es que el poder es una droga adictiva que acentúa y multiplica ese perverso efecto. Los que ostentan el bastón de mando terminan creyéndose a menudo mejores y más inteligentes que el común de los mortales. Además, están rodeados de palmeros, besapiés y buitres que engordan su superioridad ilusoria. Como señala Livraghi, la gente que está al servicio de los poderosos (o lo desea) medra en una relación de estúpida simbiosis con ellos, lo que tiende a acrecentar la estupidez del poder.
Por ende, el poderoso acaba menospreciando al ciudadano, que deviene súbdito al que trata como a un crío. Y el autor italiano avisa: «Los que nos hacen de niñeras se esfuerzan lo suyo por limitar nuestra libertad, difuminar nuestra capacidad crítica e incrementar su poder. De un modo u otro nos prefieren estúpidos». Sí, porque los estúpidos siguen confiando en quien ya les ha engañado más de una vez. Pero eso tiene una fatal consecuencia: la atrofia degenerativa de la sociedad.
(Publicado en el diario HOY el 3 de diciembre de 2017)