Estamos en carnavales, acaso el único momento en que la mayoría de la gente es lo que parece y no parece lo que no es; en que se disfraza para mostrar su auténtica faz, la que la hace distinguirse entre el rebaño de normalidad en el que se esconde el resto del año; en que se siente libre de verdad y se atreve a señalar al rey desnudo y a reírse de él.
Sin embargo, el poder vive en un carnaval permanente, cambia de careta y de camisa como la serpiente cambia de piel. La ideología dominante no es el neoliberalismo sino el maquiavelismo, y es transversal, impera en todos los partidos, del color que sean. Su máxima es más que conocida: el fin justifica los medios. Por tanto, para conseguir y conservar el poder vale todo, incluso, por supuesto, incumplir la palabra dada y mentir.
Por eso, según Maquiavelo, el disfraz más idóneo para el príncipe, y para cualquier político que se tercie, es, a un tiempo, el de zorro y león, «porque el león no sabe protegerse de las trampas ni el zorro protegerse de los lobos; hay, pues, que ser zorro para conocer las trampas y león para espantar a los lobos». Así, recomienda el florentino, «un príncipe prudente no debe observar la fe jurada cuando semejante observancia vaya en contra de sus intereses y cuando hayan desaparecido las razones que le hicieron prometer». Y lo justifica en su poca fe en la bondad humana: «Si los hombres fuesen todos buenos, este precepto no sería bueno; pero como son perversos, y no la observarían contigo, tampoco tú debes observarla con ellos. Nunca faltaron a un príncipe razones legítimas para disfrazar la inobservancia. Se podrían citar innumerables ejemplos modernos de tratados de paz y promesas vueltos inútiles por la infidelidad de los príncipes. Que el que mejor ha sabido ser zorro, ese ha triunfado. Pero hay que saber disfrazarse bien y ser hábil en fingir y en disimular. Los hombres son tan simples y de tal manera obedecen a las necesidades del momento, que aquel que engaña encontrará siempre quien se deje engañar».
Bien lo sabe Mariano Rajoy, y he ahí la explicación por la que el PP, con la que ha caído y está cayendo, enfangado de corrupción hasta las cejas, con Cataluña partida en dos y una economía que crece para los de siempre sobre pies de barro, volvería a ganar las elecciones si se celebrasen ahora, según el último barómetro del CIS. Que sí, que Ciudadanos, ese replicante salido de su costilla derecha, le está quitando apoyos, pero no amenaza su hegemonía ni con un sistema electoral más proporcional como el que propone Podemos. Lo mismo vale para Puigdemont y compañía. Me temo que, si se repiten las elecciones catalanas, el independentismo, en todas sus variables, lograría un resultado similar al del 21-D.
Por ende, como recalca Maquiavelo, no es preciso que un príncipe posea todas las virtudes, pero es indispensable que aparente poseerlas. Es más, se atreve a decir que es perjudicial tenerlas y practicarlas siempre; es más útil aparentar tenerlas y estar dispuesto a irse al otro extremo si ello fuera necesario, «porque el vulgo se deja engañar por las apariencias y por el éxito; y en el mundo sólo hay vulgo, ya que las minorías no cuentan sino cuando las mayorías no tienen donde apoyarse». En definitiva, un buen príncipe o político es ante todo un buen actor, con los principios de Groucho Marx y más caras que Lon Chaney, o solo una, pero de palo, como la de Buster Keaton, o de corcho, la más común.
(Publicado en el diario HOY el 11 de febrero de 2018)