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Cambiar el mundo

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En el principio no fue el verbo, sino el grito. El niño nada más nacer rompe a llorar. Toda revolución empieza con un grito de rechazo, con un ¡NO! El 8 de marzo, las mujeres gritaron no a la desigualdad sexual, no a la violencia machista, no a la falocracia. Pero, ¿es posible cambiar el mundo sin tomar el poder? La inmensa mayoría de la gente gritará: ¡no! Sin embargo, John Holloway defiende que sí y la revolución feminista lo está demostrando.

El sociólogo irlandés sostiene que el poder no se puede tomar porque no es algo que una persona o institución posea: reside más bien en la fragmentación de las relaciones sociales. Por tanto, el Estado no es el lugar de poder que parece ser, sino un elemento en el despedazamiento de las relaciones sociales. Por ende, la posibilidad de la revolución no está en la conquista del Estado, sino en los actos diarios de rechazo y organización contra el sistema, lo que llama antipoder. Y explica que todos los movimientos rebeldes son movimientos contra la invisibilidad, siendo quizás el ejemplo más claro el feminista.

Sin embargo, para Holloway el problema del antipoder no es emancipar una identidad oprimida sino emancipar una no-identidad oprimida, la que resiste en silencio, la que oculta su oposición. Los oprimidos no son solo grupos particulares de personas (mujeres, homosexuales, inmigrantes, trabajadores, pensionistas…) sino también aspectos particulares de nuestra personalidad: nuestra confianza, nuestra sexualidad, nuestra creatividad… Significa que nuestra existencia está desgarrada, dividida y se debate entre la subordinación y la insubordinación.

Puede que no seamos rebeldes, pero inevitablemente la rebelión está dentro de nosotros, como un volcán que aún no ha entrado en erupción, como el campesino de un proverbio etíope citado por Holloway que, cuando el gran señor pasa, hace una reverencia profunda y se tira un pedo silencioso.

Porque, como subraya el pensador dublinés, el antipoder no solo existe en las luchas abiertas y visibles de los insubordinados; también está, de manera contradictoria, en nuestras frustraciones, en la lucha cotidiana por mantener nuestra dignidad frente al poder, por retener o recuperar el control de nuestra vida, por «hacer lo correcto», aunque muchas veces solo lo hagamos con quienes nos son cercanos (familia, amigos, vecinos, la nación…), dejando al resto librado a su suerte.

Con todo, las ideas de hacer lo correcto, aunque sean particulares, son parte del sustrato de la resistencia inarticulada, sin rostro, sin voz, que hay en cualquier sociedad opresiva. Como dice Holloway, el pedo del campesino etíope no hace caer de su caballo al señor pero es parte de ese sustrato, de ese volcán invisible que puede erupcionar en momentos de aguda tensión social, «es la materialidad del antipoder, la base de la esperanza». Lo vimos con el 15M y lo estamos viendo con las protestas de los pensionistas y la marea feminista.

Una marea que quizás sea la que más está cambiando el mundo sin tomar el poder, porque al visibilizar a la mujer está transformando al hombre, está abriéndole los ojos y la mente a una realidad, la femenina, que, en el mejor de los casos, ignoraba y, en el peor, violentaba. El feminismo está convirtiendo en anormal lo que era normal, en reprobable lo que era tolerable: el machismo en todos sus grados. Porque, como decía Albert Einstein, «no podemos resolver un problema con la misma mentalidad que lo ha generado».

(Publicado en el diario HOY el 11 de marzo de 2018)

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