Siete años, casi medio millón de muertos y un éxodo de más de cinco millones de personas después, la guerra de Siria amenaza con devenir una guerra endémica e interminable si no algo peor: un preludio de una nueva conflagración global, como la guerra civil española lo fue de la Segunda Guerra Mundial.
Siria se ha convertido en el nuevo tablero sobre el que las aún dos grandes potencias militares del planeta, Estados Unidos y Rusia, disputan su particular gran juego. Un peligroso juego en el que Donald Trump y Vladímir Putin, cuales machos alfa, cruzan, por el momento, más bravatas que balas y en el que cuentan con poderosos aliados regionales –los americanos con Arabia Saudí e Israel y los rusos con el régimen de Bachar el Asad e Irán–, pero en el que también están implicados incontrolables actores secundarios con un papel no menor, como el Estado Islámico y otras organizaciones yihadistas, Turquía, los kurdos y variopintos grupos rebeldes levantados contra El Asad durante la Primavera Árabe de 2011, desencadenante del conflicto. Y en medio del fuego cruzado entre malos y feos están los buenos de siempre: la desarmada población civil.
En la guerra no es la verdad la primera víctima, sino el individuo, que termina sepultado en la masa, que toma la forma de Estado, nación, pueblo, raza, etnia, facción religiosa o partido político. La libertad del hombre queda diluida en la igualdad del grupo. El individuo pierde su nombre para ser un número. No importa quién sino cuántos, porque cada bando fía su supervivencia a aumentar sus huestes y reducir hasta la extinción al bando rival. La consigna es vivir lo más posible para matar lo más posible. Y quien no esté dispuesto a seguirla solo le queda morir o huir.
La mayoría de los que huyeron, de esos nómadas que se negaron a ser guerreros a los que, parafraseando al poeta Elías Moro, ronda la muerte, se encuentran ahora en tierra de nadie, en un limbo a la espera de que los occidentales les abramos las puertas de nuestro paraíso. Sin embargo, pasada la moda solidaria inicial y olvidado el impacto que provocó el cadáver del niño Aylan Kurdi yaciente sobre una playa turca, los europeos hemos incumplido nuestra palabra y pagamos al mercenario sátrapa Erdogan para que selle nuestras fronteras y nos proteja de la invasión de los bárbaros.
Entretanto, desde nuestra poltrona, asistimos al ‘espectáculo’ sirio como el que va al cine. Podemos llegar a estremecernos, a soltar alguna lagrimilla, pero al final dormiremos a pierna suelta. Porque «estamos acostumbrados a ver imágenes de violencia constantemente, pero las entendemos en términos de masa, de números», como lamenta la actriz palestina Hiam Abbass, protagonista del filme ‘Alma mater’, en el que interpreta a una madre que intenta proteger a sus tres hijos del asedio que sufre su hogar al estar en medio de una zona de bombardeos durante la guerra en Siria.
Para que algo nos conmueva necesitamos ponerle nombre, humanizarlo, como hizo la foto de Aylan, hace ‘Alma mater’ y pueden hacer la literatura y el periodismo. Como explica en ‘Utopía y desencanto’ Claudio Magris, «el río de la Historia arrastra y sumerge a las pequeñas historias individuales, la ola del olvido las borra de la memoria del mundo; escribir (o filmar) significa también caminar a lo largo del río, remontar la corriente, repescar existencias naufragadas, encontrar pecios enredados en las orillas y embarcarlos en una precaria arca de Noé de papel (o celuloide)».
(Publicado en el diario HOY el 15 de abril de 2018)