Hundía los pulgares una y otra vez hasta hacerse daño, pero siempre le respondía un mensaje instándole a cumplimentar antes un cuestionario de acceso. Resopló y se armó de paciencia. Le parecieron preguntas gilipollas sobre cultura general, maneras de entender las relaciones humanas y normas básicas de educación. Después de veinte minutos la pantalla le anunció que no reunía las condiciones mínimas exigidas y le impidió acceder a las aplicaciones correspondientes. Sapos y culebras. Lo que echó por esa boca no fue ni una mínima parte del veneno que tenía pensado verter en twitter.