ME SE
NTÍA MÁS tranquilo, menos sacudido por esos golpes de la vida bohemia que te zarandean cuando te resistes a las tentaciones de la comodidad y sigues haciendo equilibrios en el alambre de la vocación artística. La edad acusaba ya mis vaivenes (demasiados años sin techo fijo) y gracias al aval de un amigo del alma firmé la hipoteca de un pequeño apartamento. Cuando digo pequeño, quiero decir minúsculo. Angustioso. Tanto, que a veces me oprimía una insoportable claustrofobia y tenía que asomarme a la ventana para alejar un poco el horizonte. Hasta que vi frente a mí a un mendigo saliendo del contenedor de basura donde rebuscaba. Durante un segundo pensé que el indigente vivía allí por necesidad y me sentí reprendido como un niño caprichoso. Desde entonces respiro mejor y agradezco a mi amigo del alma poder disfrutar de la íntima amplitud de mi cuchitril.