ESTOY ELABORANDO UNA TAXONOMÍA sobre la manera en que movemos los brazos mientras andamos según la edad. Con los primeros pasos, los llevamos levantados, como si nos amenazara un pistolero. En la infancia y la pubertad van a su aire, desmadejados igual que un tentetieso. En la adolescencia caen plúmbeos y amodorrados a lo largo del tronco. En la juventud se retraen y ceden el protagonismo a la arrogancia chulesca de los hombros. En la madurez, van y vienen con seguridad y armonía. Y en la vejez se unen a la espalda por las manos, incluso por los antebrazos, dejando al descubierto el pecho franco. Pero esta clasificación solo se refiere a los hombres; las mujeres, como tú, mi amor, sois un misterio también en esto». Y en esto, precisamente, entró tu madre y me gruñó: «¡Quieres dejar dormir a la bebé, que se ha pasado la noche rabiando con los dientes, so coñazo!».