ES UN PISO PEQUEÑO, pero es suyo gracias a una hipoteca firmada con sudor; un pisito luminoso que remata, entre la necesidad y el capricho, Julio, el ecuatoriano que se ha ganado su respeto por el afán detallista. Casi está para entrar a vivir ya, solo faltan las puertas. Los dos, currante y propietario, trastean por el piso, hablan naderías, intercambian anécdotas… cuando el casero empieza a sentir que el cuerpo le deniega todo aplazamiento cortés. Tengo un problema —le balbucea a Julio— y no hay puertas. El ecuatoriano sonríe: Problema ninguno, usted a lo suyo. El dueño se entrega a la urgencia intentando evitar cualquier ruido vergonzante. Superado al fin el trance y vuelto al silencio, es Julio quien al poco se presenta azorado ante él: Ahora el problema lo tengo yo, sonríe mirando de reojo al váter. Sin puertas, todos, inmigrantes y autóctonos, somos igual de vulnerables.