SERÍA POR EL AGOBIO DEL NIDO o por asomarse al mundo cuanto antes, el hecho es que el vencejo volandero cayó desde el alar del tejado, rebotó en una rama y fue a parar a la calzada, donde a duras penas logró sortear a once coches y veinte moteros que circulaban a una velocidad aplastante. Ya a salvo en el bordillo, una joven urbanita fue a socorrerlo. Se le adelantó un viejo labriego que recogió al pájaro con pericia rural. Póngalo en una rama —se atrevió a aconsejarle la chica—, los vencejos no pueden volar desde el suelo. El campesino se encaramó en el trono de su experiencia y sonrió despectivo: No hace falta, muchacha, mira y aprende, y al cielo lanzó con tal fuerza al pájaro, que aleteó en vano, entró en barrena y se estrelló contra el suelo. El viejo torció el morro y comentó: ¡Vaya, y encima estos bichos no se comen! Y se fue a otra parte con su sabiduría mortal.