TUVE QUE HACER UN ESFUERZO para contárselo a mi terapeuta y hasta aquel día amigo. Había soñado con una espectacular chica de veinte años; nada del otro mundo, si no fuera porque acabo de cumplir los setenta y cuatro. Cenábamos en un restaurante de lujo y yo, como preludio a una noche de locura, intentaba abrir una botella de champán carísimo; pero por más empeño que puse, no lo conseguí. ¿Qué significaba? Mi psicoanalista, que es un pedante de diccionario, o sea, engreído y dado a hacer alardes inoportunos de su erudición, sonrió sarcástico. «Nadie puede enderezar lo torcido ni contar lo que no tiene. Eclesiastés 1:15». Debió de adivinarme el pensamiento, porque negó con la cabeza: «No, no hablo de tu disfunción eréctil. Me vas a entender mejor con la traducción antigua de la Biblia, la de san Jerónimo: Nadie puede enderezar lo torcido y el número de tontos es infinito».