DON SEVERO SECO, CATEDRÁTICO EMÉRITO de Lengua y Literatura españolas, lleva veinte años sin dar clase en su universidad, pero nunca se jubiló, ni se jubilará jamás, del placer de disfrutar de la belleza del idioma al que ama desde que recuerda y al que mima con la precisión de un académico de los de antes. Don Severo Seco vive frente al mar, la mar, cuerpo sideral del ambiguo sustantivo que Alberti elevó a poema. Y desde allí, testigo del oceánico agotamiento estival, don Severo se concede un mordisco de guindilla y un dedal de mala leche. Con media sonrisa recita: «El mar, la mar. El mar, ¡sólo la mar! ¿Por qué me trajiste, padre/madre, a la ciudad? El mar, la mar, les mares, las maras. Por fin acaba agoste y tode este gente, genta, gento, se irá a hacer puñetes a sus cases de une pute vez. ¡Hosanne en el cielo, la ciela, les cieles! Amén, amena». Y, oye, algo se desahoga.