TODOS LOS SANTOS y todos los fieles difuntos cabían en su mirada azul. Era una anciana eterna, de piel de cristal y sonrisa forzada a la que asomaban sin pudor la lucha, el sufrimiento y la derrota. El último día de octubre elaboraba con mimo artesano huesos de santo que luego colocaba en un azafate de mimbre. A la mañana siguiente cubría el cesto con un paño blanquísimo y salía bien temprano a recorrer las calles pregonando su mercancía. La vi así año tras año cada uno de noviembre, hasta que cumplí los nueve. Entonces desapareció. He vuelto a verla en sueños esta madrugada, me sonreía tierna y me susurraba al oído: «No seas tonto, la felicidad plena no existe, disfruta de todo lo que te ofrezca cada rendija por donde se cuele la luz, porque antes de lo que crees vendrás conmigo a repartir nostalgias entre los vivos y buñuelos de viento y huesitos de santo entre los muertos».