EL HOMBRE QUE VUELVE a casa agradece el frío de la calle desierta. Arrastra con los pies la monotonía de un trabajo insípido, tan agotador que nada en la noche le concierne. Pero cuando se encuentra con ella la vida se le ilumina. Ella sale a pasear a su marido anciano y al cruzarse con él le sonríe, tierna, encubierta, cómplice. Le dice con la mirada que soporta un sufrimiento demasiado largo, que le ilusiona verlo, que le gustaría buscarlo, ahondar en él, saber de él, amarlo… pero solo cuando su hombre ya no tenga fuerzas para seguir agarrándose al borde del abismo, nunca antes. Pura elegancia. O es lo que él cree que piensa, y por eso le devuelve la sonrisa. Aunque lo que en realidad está pensando es «¡Ahí está otra vez! ¡Por Dios, que no me note que se me sale el corazón! Más vale que le sonría. Cualquier noche se nos tira al cuello a mi padre y a mí, el psicópata este».