CONFIÁBAMOS EN ÉL. Habíamos quedado los cuatro en el zigurat de Borsippa, a las afueras de Babilonia, para continuar desde allí hacia Jerusalén guiados por la estrella. Esperamos noche y día hasta que ya no pudimos demorarnos más porque el parto era inminente. Nosotros, ya se sabe, llevábamos al recién nacido oro, incienso y mirra; él se había ofrecido a regalarle las mejores joyas traídas de Oriente. Nunca llegó. Cuenta que se entretuvo por el camino confortando a un viejo moribundo, ayudando a liberar al pueblo del yugo de Herodes, redimiendo a una esclava muy hermosa, de ojos azules y cabellos dorados, y que en ello invirtió la fortuna que traía. Se dibujó como un héroe y engañó a todos, porque la verdad es que dilapidó su tesoro en una vida de lujo, caprichos y mujeres, hasta que, ya decrépito, huyó a unirse con otros vividores a la península Arábiga. Artabán se llama, creo.