LA VIDA ES UN CONO —dijo Pepe el nazareno con su cucurucho ante el espejo—. De niños abrimos la boca y nos lo tragamos todo; pero a medida que crecemos nos vamos maliciando, ponemos normas y prejuicios y estrechamos el embudo; cerca del final vemos el mundo por un minúsculo agujero terco y constreñido, y cuando el horizonte es ya solo la luz de un alfiler y la vida se reduce a la obsesión de dormitar ante la tele, nuestros días se deslizan mantecosos hasta el cierre del embudo por donde ya nada fluye. Así que ¡espabila, Pepe —grita el nazareno a su reflejo en el azogue—, antes de que tu embudo se ciegue para siempre!». Entonces infla el pecho, mete barriga, se encasqueta el capirote y examina guerrero su figura en el espejo. Aún no sabe que, en la costa, una nube embudo está a punto de tocar tierra y convertirse en el ciclón que arruinará un año más su pasión de nazareno.