Es esta luz blanquecina que detiene el tiempo y disfraza la mañana de tarde. Es este cielo de ópalo estridente que enrarece el barrio. Es la calle huérfana, enmudecida por la noche trasnochada, y el río que agoniza asfixiado por la manta de indiferencia que tienden sobre él quienes más deberían mimarlo. Es la mirada caída de un anciano que arrastra sus recuerdos por la acera marcando el compás ocioso de un desván. Es ese coche fúnebre que pasa ante mí aún vacío, desposeído de liturgia, o mejor, el hombre de mediana edad que lo conduce indiferente y fuma a toda prisa un cigarro de liar antes de ponerse a recoger su mercancía. Es la urgencia eterna del drogadicto. Es el olor a cerrado, como si el día hubiera olvidado abrir las ventanas y renovar el aire de ayer, como si lo único fresco de este domingo anestesiado fuera la verdura que acabo de comprarle al tendero de la esquina.