Creí que éramos cachorros jugando. Tú, con tus trece años; yo, al cambio, más o menos doce. Tú, vestido con ese traje raro; yo, como es natural, desnuda. Tú, tan junco, tan chulo, jugabas a provocarme con un trapo, yo intentaba agarrarlo, pero con cuidado, para no hacerte daño. En un momento dado, dejaste de jugar, me diste la espalda, te volviste a la gente que nos miraba y echaste a andar estirado, arrastrando la punta de los pies. La gente aplaudía, pero solo a ti, como si no les gustara mi forma de jugar, mientras yo jadeaba con la lengua fuera y miraba a izquierda y derecha buscando un porqué a tu extraña arrogancia. Pasó el tiempo. Hacía mucho que ya no jugábamos, ni siquiera nos veíamos. En estos años he traído al mundo tres machos. Ahora me entero de que me has matado a uno clavándole un estoque en el corazón. Y yo con aquellos juegos, me temo, algo te he ayudado.