Veníamos de Punta Carnero, de abarcar con una sola mirada la majestad de las columnas de Hércules. Al otro lado del mar, entre la bruma, intuíamos el monte Hacho y el perfil bravío del Atlas africano. Mientras comentábamos la paradoja de la profunda sima cultural y económica que separa dos tierras apenas distantes unos cuantos kilómetros de agua, empezó a quejarse. Murió pocos segundos después con un jadeo de extenuación. Enmudecimos. Solo se oía la perplejidad de nuestro silencio y, al fondo, como una ironía de la naturaleza, el aleteo cristalino del río Pícaro. Más de una hora soportamos bajo el sol húmedo la llegada del vehículo que habría de llevárselo. Lo subieron, no sin esfuerzo, y con el crepitar de la arena seca bajo el peso de las ruedas echamos a andar detrás, lento y sudoroso, el cortejo: los tres ocupantes del viejo automóvil que ahora yacía en lo alto de la grúa.