Soñaba, literalmente, con ser la reina de algo: vivía un sueño donde su imagen se reflejaba en todos los edificios, en cada escaparate, incluso en la tapa de las alcantarillas. La ciudad entera reproducía su cara de triunfo. Tanto, que empezó a agobiarse y echó a correr, pero avanzaba lo mismo que un hámster en su rueda. Tuvo un momento de lucidez para arrepentirse antes de despertar jadeando. Se acabó el ser reina, se juró mientras disolvía los restos de la pesadilla bajo la ducha. Salió a la calle encantada como nunca de no ser nadie, sonriendo a los desconocidos, hasta que se le heló la sonrisa al descubrir en la marquesina del bus un cartel que la interpelaba: «¿Seguro que te bastaría con ser feliz?, ¿no quieres ser inmortal, reina?». Debajo, su propio rostro dibujaba una mueca satánica que empezó a multiplicarse en los edificios, en los escaparates, en las alcantarillas…