Nunca he vivido un lance tan vergonzoso e impropio de mi estirpe. No puedo poner en pie lo que pasó porque, tratándose de asuntos ajenos a mi esencia y sabedora por experiencia de las soserías y nonadas en que los seres humanos suelen diluir el tiempo, no prestaba atención a la muchacha que interpelaba a mi ilustre amazona llamándola llanamente Elena. Fue su real contestación la que me sacó del embeleso. Con voz huraña la cortaba: «¡Doña Elena, por favor!». Tan azorada me sentí por la altivez con que respondía a la llaneza y tan inconvenientes me sonaron sus palabras, que hube de romper el secreto de que los caballos en realidad sabemos hablar pero no queremos, y volviendo la cara hacia ella, cual mula Francis intenté mediar: «Quizá la muchacha se dirigía a mí, su alteza, que también me llamo Elena. Aunque a mí, a pesar de ser cuadrúpeda, mi nobleza me impide lanzar coces».