Tú te morías a mi lado y yo, aunque más despacio, me moría junto a ti, velándote a la cabecera de tu cama. Una manzana madura aguardaba en la ventana de la habitación del hospital donde las horas nos consumían. La había puesto en el alféizar para que el frío de noviembre la conservara, con la ilusión desesperada de que en algún momento te resistieras a dejarte ir y pidieras darle un mordisco. Al amanecer, golpeó el cristal un cuervo que empezó a picotear la manzana profanando nuestro dolor, robándonos a picotazos la esperanza. Su descaro y su odiosa vitalidad me resultaron tan insoportables que sentí el impulso de retorcerle el cuello. Como si adivinara mis intenciones, el cuervo se detuvo con el pico abierto, giró la cabeza, me clavó una mirada burlona y atacó la manzana con furia hasta casi destrozarla. Cuando desechó el corazón y levantó el vuelo, tú ya no estabas conmigo.