LA RESCATÓ MALHERIDA del sacrificio tras haber sido abandonada por algún cazador a quien ya no servía para sus propósitos. Se enamoró al instante de su mirada triste y de su necesidad de cariño y la adoptó sin más, sin molestarse en ponerle ni microchip ni nombre. Ya habría tiempo. Mientras, la llamaba vida, mi vida o vida mía, no por ñoñería o extravagancia, sino porque era como le salía dirigirse a ella de una manera natural, y porque realmente la perra había venido a llenar un amargo vacío en aquel preciso momento de su existencia. En la mañana de Año Nuevo, mientras la paseaba, la galga salió corriendo espantada por un petardo. La chica empezó a gritar horrorizada: «¡Mi Vida, que se escapa mi Vida!». Sentado al sol del parque, el viejo ciego, con un gesto de sabia resignación, murmuró: «¡No lo sabes tú bien, criatura, más te vale disfrutarla como si no hubiera un mañana!».