LA OÍ POR PRIMERA VEZ una mañana plácida y tibia de hace un siglo, cuando siendo niño empezaba a prestar atención a lo que mi padre y sus amigos charlaban en la calle mientras me soltaba avergonzado de su mano con disimulo, para que no se disgustase, pretextando que me sudaba. Desde entonces no he dejado de escucharla a lo largo de mi vida en días como hoy, con distintos matices y diferentes entonaciones, pero idéntica en esencia. De joven, endurecida con tacos y exabruptos; luego, con la amable indiferencia de un comentario de ascensor; ayer, sin ir más lejos, como una manera bien engrasada de saludar a dos viejos conocidos. Es la misma inveterada sentencia que seguirá brotando espontánea dentro de mil años, una de esas teselas que conforman el mosaico inabarcable de la verdadera vida eterna: «¡Hay que ver lo loco que está el tiempo, ayer con abrigo y hoy en manga corta!».