AQUELLO ES SIEMPRE COMO una lonja a primera hora. Cien vendedores intentando oír al cliente al otro lado del teléfono mejor que al compañero, haciendo equilibrios para no perder los nervios tras cada negativa y respirando hondo antes de tenderle al siguiente incauto la red de «una oferta que no podrá rechazar». Las cámaras clavan su ojo en nuestra nuca barriendo cualquier asomo de relajación y las pantallas repiten en círculo los mismos mensajes anfetamínicos: «Un minuto de descanso, un cliente que pierdes», «Un cliente que ganas, un capricho que te das». Vi que mi compañera se ladeaba, tiesa como un muñeco de cera. La miré. Estaba muerta. Me levanté para evitar que cayera al suelo y la megafonía me amonestó: «Por favor, no abandonen su puesto de trabajo». La sujeté como pude mientras cerraba el trato con mi cliente: «De acuerdo, señor, hoy mismo le enviamos su seguro de vida».