VUELVO A CRACOVIA a comer pierogis crujientes, a expulsar el frío de los huesos con un buen plato de bigos y una copa de vino caliente, a recorrer las nevadas riberas del Vístula y a perderme entre los puestos navideños de la Plaza del Mercado. Pero en tanto llega la hora de embarque, a quien corresponda le ruego, en mi nombre y en el de todos los noqueados por la fiebre de este mal catarro, que baje el volumen del ruido del mundo, del silbido de las navajas que desgarran por poder y del fragor de todas las guerras, también de las que ya apenas suenan, como la de la ultrajada Ucrania. Y cuando el paracetamol disuelto en dos dedos de frente nos despeje la niebla, quizá logremos creer en el ensueño de que pronto volveremos a ser felices por Navidad, y reconoceré que nunca antes, sino en el delirio de esta eterna fiebre que todo lo abruma, he paseado las calles judías de Cracovia.