EN VÍSPERAS DE NOCHEVIEJA, un virus me sacó de la fiesta y me encerró en el hospital. Toda la juerga se convirtió en silencio y toda la celebración en rezos. Solo, aterrado en mitad de la noche, de pronto descubrí bajo mi cama la sombra inequívoca de una cruz. Me embargó una paz inmensa y me sentí acompañado. En pleno arrobo, entró un médico joven con quien no me resistí a compartir el misterio de la cruz. Me miró, miró a los pies de mi cama, volvió a mirarme y con cara de palo comentó: «Ah, sí, ese santo se aparece mucho por el hospital. Es san Pascual Meón. A las mujeres se les aparece santa Urea». Vio mi cara de enfado y torció el gesto: «Siento defraudarle, caballero, pero esa cruz es la de la boquilla de la bolsa de la sonda que le hemos puesto para que mee», y se fue. Ahora no sé si lo que me ha curado es mi fe en la cruz de la cama o los antibióticos del médico ateo.