TÚ TIENES DERECHO A ABRIR tu ventana al mundo, grande o pequeña, y quejarte a gritos de tus miserias, por si te toca la lotería de que alguien se apiade de ti y quiera consolarte o por el gustazo de desahogarte. Puedes incluso llorar tu soledad o tu indigencia y creerte el más desgraciado de los mortales. Allá tú. Cuando te calmes, cierra la ventana, enciende el televisor y deja que te acogoten otras realidades miserables, como la del cirujano de Gaza que se desespera en penumbra ante la cámara y reclama al mundo explicaciones por tener que cortarle una pierna, destrozada por una bomba, a su propia hija y hacerlo además sin anestesia, porque el gobierno israelí bloquea la llegada de toda clase de medicamentos. Y ahora puedes comparar tu pena con la de ese padre cirujano y quedarte tan ancho, tan solo, tan estúpido y tan fuera de lugar como el mosquito del ascensor en invierno.