CON LA DEVOCIÓN QUE UN SANTO MERECE, me llegué al maestro para poner a sus pies la duda que desde hacía años me perturbaba: «Maestro —murmuré a este lado de la celosía—, ¿cómo puede uno saber si es lo bastante viejo para haberse convertido en un hombre sabio o si, por el contrario, a pesar de ser ya un anciano sigue siendo idiota?». Oí la profunda respiración del maestro y luego su voz, cálida, arenosa: «El tonto, a pesar de la edad, sigue prefiriendo el dinero al tiempo —sentenció—; el sabio antepone su tiempo de vida a la riqueza». Iba a retirarme tras agradecer la sabiduría de su consejo cuando desde del confesonario el maestro prosiguió: «Pero la auténtica sabiduría consiste en alcanzar la riqueza mientras aún eres joven». Y me pareció escuchar la prolongación de sus pensamientos: «Como yo, que llevo toda la vida viviendo del cuento gracias a que otros preguntan tonterías».