RICHI ERA UN CAMARERO bullicioso y dislocado, pero eficaz en su trabajo como el mejor profesional. Richi servía con modales de legionario, tan de machote que acababan pareciendo la coreografía de la bailaora más folklórica, cosas de extremos. Un mediodía cervecero me enteré de que Richi ya no trabajaba en el bar, se había despedido porque no aguantaba la severidad de su jefe (y viceversa, supongo). Volvimos a vernos tiempo después, se ganaba la vida «de chófer, llevando gente de aquí para allá», respondió como quitándose importancia. «Ah, muy bien —le dije—, pues yo no conduzco, así que si un día lo necesito, te llamo». Me extrañó su respuesta: bajó la mirada y sonrió con una mueca evasiva, incómoda. Un año más tarde, me encontré de nuevo con él. En el cementerio. Enterrábamos a mi tía Sole. Y de pronto comprendí sus fatiguitas de hace un año: Richi conducía el coche fúnebre.