NO LE GUSTABA A NADIE y quizá llevaban razón: era insalvablemente fea. Además, tenía un tamaño difícil, ni tan alta como para escribir a gusto ni tan baja como para servir de mesita de centro. Estaba hecha de pino crudo al que luego habían aplicado un pretencioso barniz caoba. Para colmo, algunos cercos salpicaban aquí y allá su tablero, manchas indiferentes al empeño del estropajo y el amoniaco. Aunque nunca intentó limpiarlas, porque las huellas le devolvían momentos que guardaba en el trastero de sus recuerdos más preciados. Cada uno de aquellos círculos blanquecinos correspondía a un vaso, una historia, una conversación, unas risas o una discusión con gente que quizá ya nunca vuelva. Escenas únicas estampadas en una mesa vivida a lo largo de muchos años. Su nueva pareja acaba de cambiarla por otra recién salida de fábrica, resplandeciente y cara. Una preciosa mesa muerta.