MANOLO II, autoproclamado monarca de la dinastía de los Regadera tras la muerte de su padre, el muy propincuo Manolo I, y la regencia consentidora de su madre, se inflama cada vez que camina por el centro de la avenida ostentando la pureza castellana de su abolengo, y aunque la rambla discurre solitaria bajo el gobierno tirano de un fogoso atardecer, Manolo II sueña que siente a su paso una estereofónica y clamorosa ovación de vasallaje por parte del pueblo apostado en los flancos. Ese afán suyo en el delirio y la grandeza lo enreda en cuentos de lechera sin leche y lo aleja del esfuerzo de trabajarse un futuro más o menos amable. Al final de la avenida le despabila la colleja incisiva de la realidad: casa ajena, llave prestada y regadera con que irrigar macetas a razón de medio euro por tiesto mientras dure el verano. Y cuando llegue el invierno, a seguir viviendo de los sueños.