LA VEJEZ ES UNA PESADILLA de la que nadie despierta». Modesto se topó con el axioma una mala tarde de lecturas y le retumbó en cada hueco del alma como una campanada que le atronaba el sosiego. Pasó la noche en vela y al amanecer se juró que no consentiría que aquella pesadilla lo atrapara. Se gastó más dinero del que tenía en una clínica exclusiva donde simplemente —le aseguraron— no le iban a permitir envejecer: cámara hiperbárica, ácido hialurónico, clásica hidroxiapatita, bótox a tutiplén y toda clase de sustancias biocompatibles. Lo acogieron como el echador de cartas a su víctima, lo pesaron y lo tallaron. «Uno setenta y seis», anunció una enfermera que parecía salida de un castin. «Imposible —protestó él—, yo mido uno ochenta de toda la vida». Con una sonrisa entre compasiva y burlona, la sanitaria le corrigió: «¡Medía!». Y Modesto sintió que se hundía en la pesadilla.