TAMBIÉN LAS CASAS MUEREN. De viejas, pero no sólo. Se les muere el alma cuando las abandonan quienes un día las inauguraron con la ilusión del primer compromiso, cuando se desvanecen los olores a ensalada y siesta en verano y a sopa y brasero en invierno. Y si otros vienen a llenarla con sus propias ilusiones, renacerá como una casa distinta que ya no conserva nada del espíritu de la anterior, salvo algún recuerdo antiguo y deslavazado, como dicen los hinduistas que les ocurre a las almas centenarias que se reencarnan en un cuerpo nuevo. Una casa deshabitada es una casa muerta aunque la desempolven cada día, aunque le abran las ventanas y la inunden de brisa y de sol. Lo sé porque lo escucho en mi silencio desde que el último niño cerró tras de sí la puerta del tercero C, calle Indiferencia 1. Desde entonces, sólo mi carcasa de ladrillo, cemento y cal se mantiene viva. Yo no.