TRABAJABA EN EL BAR DE SU FAMILIA, como si el destino nunca se hubiera interesado por sus ganas de estudiar idiomas. Creció a la velocidad que menguaba el mostrador de granito y un día su padre le colgó un paño en el hombro y la mandó a preguntar a unos clientes qué querían tomar. Leía a ratos perdidos; cuando descansaba, se le iban los ojos a los avisos colgados en los azulejos: «Se prohíben la blasfemia y el cante», «Se prohíbe hablar de política y religión». Una tarde aburrida, harta de escuchar la matraca de la parroquia, hizo un cartel como los de los viejos tiempos: «Se prohíbe hablar de la cosa». Cuando uno le preguntó extrañado respondió: «Estoy harta de oíros protestar, ‘Joder, cómo está la cosa’, ‘Se está poniendo negra la cosa’. Pues eso, hablad de lo que os dé la gana menos de la puta cosa». Y acodándose en la barra, volvió a su lectura de Madame Bovary. En francés.