CRÉANME LOS MORTALES que me escuchan: el infierno existe y no es la caldera pirolítica con que nos asustaban de niños. Es una agonía mucho más retorcida y rigurosa: pasarse la eternidad haciendo exactamente lo que tanto odiabas en vida. En mi caso, un notario espartano dedicado a cultivar su fama de caballero circunspecto, poco o nada amigo de bromas, que odiaba el alboroto de los niños más que el gigante del cuento de Óscar Wilde y que remató su vida en una muerte severa y discreta, hállome de pronto a este lado de la fiambrera sirviendo de chanza para la chiquillería, iluminando con mi energía ectoplásmica el interior de una calabaza agujereada, transmutado en fantasma de esa fiesta hórrida que llaman Halloween y amenazando a los mortales con mi voz de ultratumba: «Truco o trato». Precisamente ahora, que sé que en la otra orilla todo es truco y en ésta no hay trato que valga. Doy fe.