CURRO EL PESCADERO ACUDIÓ al camposanto la mañana en que lo llamaron para informarle de que las lluvias de la madrugada habían derribado parte del pabellón de nichos donde yacía su madre, y que los huesos andaban esparcidos por el barro. Curro apenas balbució un desnortado ¿qué?, pero el funcionario lo espabiló con una disyuntiva tajante como el amoniaco: o 300 euros por un nicho nuevo o a la fosa común. Ni una cosa ni otra, se juró el pescadero, y en un despiste del enterrador, metió los huesos en una bolsa de basura y los guardó en el coche. «¿Y ahora qué vas a hacer con ellos?», le preguntó su compadre ante dos chatos de vino. Curro contestó séneca: «Pues espero a que a un conocido vaya a incinerar a un familiar y meto los huesos de mi madre en la caja, y cuando los quemen, que me dé un puñado de las cenizas. Total, la misma ceniza da una caja de sardinas que una de caoba».