YO SÓLO DIGO LO QUE SOÑÉ, que pedí un taxi en una noche impenetrable de frío y tormenta y cuando vi al fin acercarse el piloto amarillo me sentí aliviado. Subí, saludé y me respondió una voz de hombre tan oscura que busqué su cara en el retrovisor. No pude distinguir los rasgos del taxista. Hice un comentario vulgar sobre el aguacero, pero apenas percibí un sonido gutural mientras el taxi pisaba a gran velocidad un gran charco, levantando una ola espantosa. No volví a hablar. Al poco tiempo, las luces de un coche que se puso detrás de nosotros iluminaron por fin el rostro del taxista en el espejo. Sentí la muerte en mi boca, abrí la portezuela y salté sin esperar a que redujera la marcha. Estoy seguro de que me salvé precisamente gracias a mi temeraria maniobra: en una noche de lluvia torrencial, el conductor del que dependía mi vida —yo sólo digo lo que soñé— era Carlos Mazón.